El libro de Juan Ramón Rallo no es una defensa «popular» del liberalismo, sino que está lleno de afirmaciones –algunas de ellas chocantes a primera vista- acompañadas de mucha letra pequeña, de naturaleza jurídica (más que económica o ética) en la mayoría de los casos. Esto puede que le reste diversión o pegada comercial al libro, pero desde luego le proporciona más peso intelectual. Y demuestra más respeto a la inteligencia del lector al subrayar una y otra vez los matices que han de acompañar a la defensa de los principios.
Resulta, por ejemplo, llamativo que Rallo defienda el derecho de autodeterminación, pero lo hace añadiendo una serie de considerandos para su correcta aplicación. Estos considerandos tranquilizan algo a quien está leyendo y se ha encontrado con ese sobresalto, pero no le quitan del todo el susto del cuerpo en vista de los problemas de convivencia que ese presunto derecho de autodeterminación provoca en el interior de las comunidades vasca y catalana en España. Y en otros países (Canadá, Bélgica, etc.) en que ha tratado de llevarse a cabo.
Por el contrario, asombra un poco al principio lo expeditivo que se muestra Rallo en admitir la libre migración de personas a través de las fronteras nacionales. Pero en este caso las cosas se explican acudiendo al contexto: la inmigración es problemática para quienes aceptan la presencia de un Estado del bienestar que suministre bienes como la sanidad y la educación con dinero público. Y resulta que Rallo es contrario a tal Estado del bienestar y sólo admite un Estado mínimo, con las únicas competencias de garantizar la paz interior de la comunidad y preservar a un país de agresiones externas. En la terminología de James Buchanan, el Estado ha de limitarse a ser un Estado protector, no un Estado productor (de otros bienes públicos distintos de la seguridad y salvaguardia de los derechos individuales). Por mi parte, creo en lo oportuno de que exista el Estado del bienestar (por razones que sería largo de aclarar ahora), y esto hace que para mí la inmigración sea un asunto más problemático en la práctica que para Rallo. Aunque mi corazón liberal palpita en favor de la libertad de entrada y salida de las personas a través de las fronteras nacionales.
El autor subraya correctamente la condición antipaternalista de los liberalismos: los liberales no dicen a la gente cómo debe vivir o en qué consiste la virtud. En su vertiente ética el liberalismo no es finalista sino normativo: sólo explora cuál es el mejor marco normativo para que cada uno desarrolle su vida según su leal saber y entender, a la vez que permite que otras personas hagan lo propio con sus vidas, respetando sus decisiones y conviviendo con un mínimo de violencia o injerencia en las vidas ajenas. El liberalismo es nomocrático, no teleocrático. Menos es más: menos especificaciones sobre en qué consiste una vida buena, es mejor.
También dentro del liberalismo, piensa Rallo, es posible desarrollar concepciones diversas de una sociedad buena (no sólo de una vida individual buena). Dentro del orden social liberal es en principio posible la presencia de mosaicos sociales en que las personas acuerden voluntariamente vivir juntos de ciertas formas: en una comuna socialista sin propiedad privada sobre los medios de producción; en una colectividad socialdemócrata en que se practique la redistribución de los ricos hacia los pobres; o en un enclave conservador en que se respeten las tradiciones del pasado. Es decir, dentro del liberalismo pueden coexistir utopías sociales distintas.
A la inversa no es posible: las utopías sociales tienden a ser expansivas y a devorar toda la sociedad impidiendo el libre ejercicio de la libertad de asociación a sus miembros. Desde el liberalismo, dice Rallo, son posibles nichos sociales comunistas, socialdemócratas o conservadores, pero desde el comunismo, la socialdemocracia o el conservadurismo no es factible crear un orden social liberal.
Esto queda muy bonito decirlo, pero en la práctica, dado el carácter precisamente voraz de las utopías sociales, no creo que un orden social internamente fragmentado en utopías diferentes sea una solución estable, ni mucho menos.
Tal vez lo único que me resulta algo irritante del libro es que Rallo se exprese en ocasiones como si él fuese el portavoz privilegiado del liberalismo o como si sólo hubiera una especie de liberalismo, cuando él sabe perfectamente (de hecho, así lo da a entender en algún tramo de su obra) que bajo el paraguas del liberalismo conviven muchas subfamilias, desde el anarcocapitalismo hasta el liberalismo igualitario (lindante con la socialdemocracia), pasando por el liberalismo conservador o el minarquismo.
El libro termina con un repaso de la posición liberal de Rallo frente a temas candentes: el aborto, la eutanasia, la gestación subrogada, el matrimonio homosexual, el feminismo, la tenencia privada de armas de fuego, derechos de propiedad intelectual, prostitución, etc.
En general, la obra de Rallo muestra que las diversas clases de liberalismo forman la teoría política más fina y matizada de cuantas existen, la de mayor densidad intelectual con diferencia.
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